Dios siempre ama primero


Cuando el hombre está unido a Cristo, su vida es rica, y en una realidad de diálogo y de amor, los frutos son una respuesta de amor.
De hecho, pocas veces Jesús declara su amor con tanta ternura como en este capítulo: “Como el Padre me amó, yo también los amé” (15, 9). El amor de Jesús hacia sus discípulos es inmenso, como el amor que el Padre le tiene a él, es una prolongación del amor divino que viene del Padre Dios; por lo tanto, es plenitud total de amor, desbordante, inimaginable fuente de una alegría que colma el corazón.
El amor de Jesús, además de ser grande, es íntimo, como el amor del amigo que quiere compartirlo todo con el amigo del alma: “A ustedes los llamé amigos, porque todo lo que oí de mi Padre se lo comuniqué”.
Y lo que él nos exige para seguir regalándonos su intimidad y su amistad no son mandamientos duros ni cargas pesadas. Nos pide, simplemente, lo que puede hacernos felices, lo que nos conviene: que nos amemos. Ese es el fruto que él espera, esa es la fecundidad que produce su vida en nuestra vida.
Nos pide que no dejemos guardado su amor en nuestra intimidad, que dejemos en libertad la fuerza de su amor y lo compartamos con los demás sin ponernos límites, hasta el punto de dar la vida por los amigos: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (15, 13).El origen de nuestra capacidad de amar está en su amor, que siempre tiene la iniciativa: “No me eligieron ustedes a mí, sino que yo los elegí a ustedes” (15, 16). Él es el que nos llama, el que nos busca cuando lo ignoramos y lo olvidamos, el que toca nuestros corazones con su amor cuando sólo nos estamos contemplando a nosotros mismos, el que da el primer paso antes de que nosotros hagamos algo. Él siempre ama primero.